La princesa cabizbaja

Todos en la corte sufrían por la princesa. Su gesto concentrado, su mirada siempre baja, ese andar pausado de quien quiere retrasar todo lo posible la llegada a su destino. Los súbditos temían por la salud de su nueva soberana, una valquiria llegada de territorios lejanos, ignotos para la mayoría, que caminaba con piernas de bailarina indecisa, como si llevase el mundo entero sobre los hombros.

Delegados de otros países, que llegaban al exótico principado en misiones diplomáticas tan rutinarias como anheladas, conjeturaban sobre el origen de la tristeza que les parecía ver en sus ojos, huidos al abismo del suelo, y aguantaban el desdén que les provocaba el príncipe, sonriente como un buda autista entre dos carrillos rosados, barbaazul ajeno al desasosiego que todos percibían en su joven esposa.

Enfundado en sus marciales guerreras, en pomposos uniformes de marino o en un frívolo smoking, el monarca vivía en una tranquilidad sin asomo de perfidia. Él sabía bien que su majestad era miope, cegata, corta de vista; pero también coqueta. No llevaría gafas; ni lentillas, pues el cloro de las piscinas le había dejado una alergia incurable. Caminar sobre sus tacones regios era una exigencia mayor que jurar la Constitución de su recién adoptado Estado.

Y así, mientras el mundo contenía la respiración y rezaba porque su alma encontrara la paz, ella iba concentrada, libre de toda preocupación que no fuera vigilar sus pasos para no caer de camino al palacio, a la catedral o al casino.

Lluvia de millones

La lotería de Navidad dejó en Valdepinares una lluvia de millones. Cayeron de repente, en gruesos paquetes. Tiraron el nido de cigüeñas del campanario, quebraron el brazo de la estatua del conquistador, agujerearon los invernaderos haciendo puré las fresas. Hubo que recoger corriendo a los niños del recreo. Cuando se acordaron de las gallinas, solo encontraron en los corrales pasta para croquetas. Los billetes se desparramaban por las calles, atrancando los goznes de puertas y ventanas. Atoraban las chimeneas metiendo el humo en las casas. A Román se le pegó un puñado a la cara cuando volvía con el tractor y acabó empotrándolo en la cooperativa. Masas de gente que oyó la noticia acudieron al pueblo arrasando con todo. Tres días después, el río seguía encenegado con el papel mojado y cadáveres de pez cebra, especie única de este cauce, que acabó así extinguiéndose. Blas, el panadero, volvió de su luna de miel y se enfadó tanto por no haber estado que salió con la escopeta y mató a los tres primeros que se le pusieron a tiro. Menos mal que eran forasteros, dos comerciales bancarios de la capital y un promotor inmobiliario. El Ayuntamiento pidió al Gobierno la declaración de zona catastrófica. Solo recibieron exabruptos. Valdepinares no ha podido superarlo. Desde entonces, todos pagan con tarjeta.

(El dibujo es de broadcast engeneering)

¿Sí o no?

Me gusta la cerveza fría, las cabezas calientes, los sabores fuertes, la carne débil, vivir al día, beber la noche, dormir del tirón, tirarme a dormir, las pausas para el café, el café sin pausa, los libros, los libres, los primeros, los últimos, los décimos de lotería compartidos, los partidos que vienen de vuelta, las vueltas que da la vida, el ruido, el silencio, que el hielo no se rompa sino que se derrita, que las personas no se agiten sino que se mezclen, acabar por principio y llegar hasta el final.

Del día que fui a votar y acabé en el contenedor de basura

No espere el sufrido lector ninguna metáfora, ni una parábola, fábula o moraleja sobre el triunfo del PP, -esa derecha inculta, mandona y quejica que nos ha tocado en suerte, en vez de tocarnos una Merkel o un Cameron-, ni sobre el futuro que entreveo para mí, abocada al paro en una época de gobierno del PP.
Está claro que el peor legado de Zapatero es Rajoy.

Pero a lo que iba. Lo que voy a relatar no es ningún sesudo ensayo, como ya advierto, sino un sucedido real y auténtico por más sainetero que resulte. El caso es que esta mañana acudía yo toda cívica a depositar mi voto en las urnas, por si se podía evitar el desastre. Para aprovechar el viaje, y dado que al lado del instituto donde me toca votar están también los contenedores de la basura, me he cogido un bolso viejo y roto que tenía destinado al vertedero, pero que me había olvidado de tirar durante toda la semana. He metido dentro los sobres con las papeletas, la tarjeta del censo para no tener que buscar mi mesa y la cartera con el DNI.

Me he marchado de casa y he votado sin más contratiempo que tener que hacer un poco de fila. Una fila es una cosa democrática y dominical donde las haya, así que todo normal. Salía yo de ejercer mi derecho constitucional entre muchísimos conciudadanos que hablaban con los conocidos con los que se iban tropezando sobre el resultado que saldría de las urnas y, al llegar a los contenedores, he sacado la cartera del bolso para tirar y lo he metido al contenedor. Me ha dado una sensación rara, pero he pensado que era porque yo nunca tiro nada. Sin embargo, era mi cerebro avisándome, porque, al llegar a la esquina, me he acordado de las llaves. “¿Las llevo?” –he pensado mientras me tocaba compulsivamente todos los bolsillos.

No, no las llevaba. Estaban en el bolso. “Tengo que cogerlas, aunque sea de la basura y todo el mundo me vea”, he pensado con una valentía de la aún me siento orgullosa. Desandando los pocos metros que me separaban del contenedor, he abierto la tapa dispuesta a meter el brazo y sacar mi ya ex-bolso.

Pero eran las once de la mañana y apenas había un par de bolsas, así que el mentado bolso estaba en el fondo del contenedor. “¿Qué hago? ¿Lo dejo y busco copias de las llaves? ¿Pero cómo entro en casa si no tengo llaves? ¿Vuelvo a casa a por un colgador a ver si con el gancho consigo atraparlo por un asa? ¡Pero si no tengo llaves! ¿Telefoneo a alguien a ver si me puede venir a ayudar? ¡Mierda, el móvil está en casa cargándose!”

Tal debía ser mi cara de angustia que una señora que iba con sus dos nietecillos me ha dicho “¿Te pasa algo, hija mía?”. Se trataba sin duda de una de esas señoras que tienen grupo en facebook, vendría a ser ‘señoras que se meten en todo’. Pero yo solo puedo agradecerle la ayuda que me ha brindado desde el primer momento. Ha sido muy maja y muy buena y, como se dice ahora en las tertulias de la Campo, de Ana Rosa, y hasta en algunas mejores, “muy humana”.
Yo, para hacerme perdonar desde el principio, no he podido mas que decir la verdad con franqueza: “Es que acabo de hacer una tontada”. Cuando le he explicado mi drama y le pedido que me sostuviese la tapa del contenedor mientras cogía ese complemento cruel, que tanto me estaba haciendo pagar el haberlo despreciado, ni un segundo ha dudado en hacerlo y además, mientras yo estaba apoyada con la tripa en el borde del contenedor, el torso entero metido dentro y estirando el brazo para llegar a mi objetivo, hasta me ha sujetado de la cinturilla del vaquero para evitar que cayera dentro. Y no pienso, como mi hermano me ha dicho por la tarde con muy poca sensibilidad hacia la infancia, que tenía que haberle dicho que metíamos a su nieto pequeño en el contenedor y que buscara él las llaves.
Tengo que decir que yo, que suelo andar sola, siempre me he sentido muy Blanche Dubois, no por perseguir a Marlon Brando, sino por eso de todo lo que le debo a la amabilidad de los extraños.

Igual que confieso que estoy torpe de mente he de afirmar que estoy ágil de cuerpo, a la primera he enganchado el saco maldito y he vuelto a tierra. Dentro, por fortuna, estaban las llaves.

Todos los que minutos antes habían estado haciendo fila conmigo para votar se han encontrado con la escena, ya comenzada. “¡Qué dura es la crisis!” imagino que habrán pensado viendo mis piernas colgar del contenedor y salir luego con un bulto en las manos. Se ha quedado dándoles explicaciones mi señora solidaria, después de rechazar con un noble y sincero “¡Faltaría más!” mis tres millones de gracias.

Yo me he ido rápida y avergonzada, haciéndome la sueca a todas las miradas.

Lo cierto es que ahora estoy pensando que yo llevaba unas pintas un poco macarras, con botas y cazadora de cuero, porque luego iba a coger la moto. ¡Espero que no hayan imaginado que le había robado el bolso a una pobre mujer y estaba recuperando algo! Dios mío, voy a ser la delincuente del barrio….

Cambio de guión

El joven Ernesto se presentó empuñando una pistola en casa del hombre que le había arruinado. Tras sacar las mejores notas y ganar todos los premios fin de carrera, su guión había sido seleccionado por el Gran Jurado de la Unión Europea de Cinematografía. Sólo él sabía lo que le había costado condensar en 90 minutos de metraje todos los relatos de su padre en la guerra de Bosnia. Sólo él seguía escuchándolo llorar cada noche, ahora ya sólo en sus sueños, acordándose de los niños muertos por su culpa en la masaje de Srebrenica, de las mujeres violentadas por su odio de invasor, de los cadáveres ultrajados por la ceguera que les contagiaban sus caudillos.

Don Braulio se presentó como el productor más respetuoso con los autores, el hombre que ponía la voluntad del escritor por delante de los gustos del mercado, el arte por encima del dinero. Mentiras, sucias y culpables. Convirtió su drama en un chusco sainete de militares rijosos y gags basados en armas estropeadas o mensajes malentendidos. Su única oportunidad en el cine estaba arruinada y, peor que eso, la memoria de su padre, ridiculizada. Por eso iba a matar a don Braulio con la pistola que aún conservaba de su progenitor. La misma que usó para pegarse un tiro cuando ya las noches se volvieron demasiado largas para soportarlas. Le dolía ensuciar esa única herencia paterna, pero él no era un delincuente, ni siquiera un hombre de peleas, no hubiera sabido cómo conseguir otra arma.

Con su habitual descortesía, el productor hizo esperar a Ernesto en la sala casi media hora. Finalmente, un asistente le avisó de que pasara.
– Don Braulio le recibirá, aunque este es el despacho de su casa y nunca atiende aquí ninguna cuestión de trabajo- le advirtió con condescendencia.
– No se preocupe, será la última vez que le moleste –respondió él secamente, mientras atravesaba el dintel de la puerta que le abría el asistente.

Al fondo de la estancia, el millonario productor golpeaba una bola de golf con un hierro 3, mientras maldecía la espesura de la alfombra, que no la dejaba correr.
Levantó la vista hacia su visita.

– Caramba, Ernesto, qué alegría verte -le saludó mostrando una sonrisa hipócrita y tendiéndole la mano.

Ernesto la estrechó, sintiendo su tacto de reptil. De pronto, se dio cuenta de que no podía matarlo. Pese a todo el desprecio que le producía, pese a la maldad que seguía viendo en sus ojos, no estaba entre sus capacidades acabar con la vida de nadie. Supo lo que iba a hacer. Soltando la mano del productor, sacó la pistola que llevaba sujeta en la cintura.

– No voy a matarle, don Braulio, sino a suicidarme ante usted. Caiga mi sangre sobre su conciencia y sobre su alfombra persa –añadió con dolorida mordacidad.

– Ernesto, por Dios, no seas dramático. La alfombra me da igual, pero si hay aquí una muerte por arma vendrá la policía y me precintará el despacho hasta que acaben de sacar todas las huellas y este es el único sitio en el que no me molesta la pesada de mi mujer. Sin hablar de que los polis tienen esos aparatitos, ya sabes, esos que detectan los rastros de semen. Y ya te digo que mi mujer aquí nunca entra, sin embargo, mi asistente… Otro divorcio me dejaría arruinado. Prefiero producirte otra película. Una pequeñita, de esas de autor que a ti te gustan.
– ¡Don Braulio!
– Mira, ya sé, una coproducción, con Cortés, el argentino. Algo sobre la dictadura, los desaparecidos, niños robados a sus familias… esos dramas que a ti te van.
– ¡Haga el favor de callarse!
– No, no, hombre, escúchame. Haz esa película, ya sé que no te gustó lo que hicimos con tu guión. Ahora puedes resarcirte: esta la dirigirás tú.

Dirigir. Eso no lo había pensado. No era entregar su guión a alguien sin saber qué iba a pasar con él.

– También quiero hacer el montaje –exigió al productor con voz firme.
– Que sí, hombre, claro, tu lo harás todo, del principio al final –le aseguró golpeándole amigablemente el brazo- ¿Vas aprendiendo, eh? Toma, esta es la productora de Cortés – le extendió una tarjeta-, voy a llamarlo ahora mismo, vete para allá y vais hablando.

En la coproducción participaron finalmente 14 cadenas televisivas y 6 productoras de 13 países. El guión reflejaba los problemas y reacciones en distintos aeropuertos europeos ante una nube volcánica que impedía a los vuelos despegar. Una historia coral que refleja la multiculturalidad de la Europa actual y los lastres que la tecnología, aparentemente liberadora, impone al ser humano en el siglo XXI, según afirmó Sam Mendes en la ceremonia de presentación de candidatos a los Óscar.

Natalia

Mi sobrina Natalia me ha regalado un post-it en forma de margarita ya que cree que no puedes irte de su casa sin un obsequio. Me ha hecho esperar porque tenía que anotarme algo (aunque es pequeña y todavía no sabe leer ni escribir), y ha ido dejando sobre la flor un reguero de signos en tinta negra. Podría representar una fila de hormigas algo alocadas o ser perfectamente el enigma ancestral de una lengua antigua e indescifrable.

Natalia es un revoltillo de rizos rubios sobre una cabecita inquieta. Le gusta que le leas cuentos y lo suele pedir, señalándote muy bien con el dedito hacia la estantería de su cuarto, el libro que prefiere en ese momento. Con la energía incansable de los tres años, Natalia no para quieta, salvo en esos momentos en que escucha seria y con mucha atención un relato. Tiene siempre prisa por llegar al final y, después de resuelto el argumento, hace volver páginas atrás para repasar los detalles recorridos al vuelo.

Entonces, te pide el libro y anuncia que ella va a leer el cuento. Decidida, sin tiempos muertos ni vacilaciones, va pasando páginas contando un relato nuevo que su imaginación le dicta.

Natalia ve letras que no conoce e imagina mundos. Sobre el andamiaje ligero de los párrafos hace crecer historias en las que mezcla sucesos reales con azares increíbles que les ocurren a personajes que suelen parecerse a alguien que conoce.

Me da un poco de miedo que cuando aprenda a leer lo que encuentre en esas letras le parezca poco.

Hot hot summer

Nadie recordaba un verano tan caluroso. Inmisericorde, el bochorno expandía el mercurio en los termómetros sin dar ni una breve tregua. En la casa, vacía durante la jornada laboral, el calor se concentraba conforme pasaban las horas y las zonas más soleadas, como la cocina o la biblioteca, eran las que más sufrían el castigo. Sólo al atardecer, cuando el dueño volvía y encendía el aire acondicionado, la vivienda adquiría un agradable confort.

Eran media tarde cuando, de repente, se oyó un grito, quizá de pánico, seguido de un golpe.
-¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhh!
– ¡Ploffff!

Segundos después sonó un hondo suspiro
– ¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh!

En medio de la biblioteca, un libro yacía abierto, al aire sus hojas, que aún se balanceaban por el movimiento de la caída.

– ¡Oh, que placer! No os ofendáis, chicos, pero ya no aguantaba más este calor, ahí todos apretujados en la balda. – se le oyó decir.

– Te comprendo –se escuchó desde una estantería-, y eso que ese zoquete no se ha dejado la persiana subida como hizo ayer; creí que me moría con todo ese sol sobre mi lomo. Y mira que sé lo que es pasarlo mal.

– Uf, ayer fue horrible; por eso, esta noche tomé la decisión de saltar.

– ¿Y que tal ha sido? ¿Duele, señor? –se oyó preguntar a una voz casi infantil desde otro volumen.

– Algo, pero os aseguro que vale la pena. Por cierto, me llamo Pedro.

– Es un conde. De la nobleza rusa.- se escuchó decir desde el mismo libro.

– Sí, Nicolás, pero no hace falta que lo digas siempre. –replicó el anterior.- ¿Quiénes sois los que estáis por ahí?

– Llamadme Ismael. Espera, creo que yo también voy a intentar estar algo más cómodo.- Poco a poco, el grueso libro fue acercándose a botecitos al borde de la balda hasta que, perdido el equilibrio, acabó cayendo, con todas sus hojas al aire.- Oh, sí. Oh, sí. Es una liberación. Um, cómodo de verdad.

– ¿Ves? Ya te lo decía. ¿No se anima nadie más? Tú, jovencito que me estabas hablando, por ejemplo. Dime primero como te llamas, por favor.

– Me llamo Huck, señor. Huckelberry Finn.

– Bien, Huckelberry Finn ¿y no deseas estar más fresco?

– No sé, señor, estoy acostumbrado al calor. Y pienso que quizá luego nos castiguen por habernos salido de nuestro sitio.

– ¿Y qué nos puede ocurrir? ¿Que nos meta en un cajón? ¿Qué nos bajen al trastero?

– Yo, señor, pensaba en el contenedor de reciclaje.

– No pasa nada, alguna vez tiene que llegar el momento, ya sabes que nuestro límite como papeles es de 40 años.

– Es cierto, señor, y mi ISBN tiene más de veinte ya. Voy a probar.- dijo antes de lanzarse a un salto tan indeciso que le provocó una mala caída. Tras el vuelo, nuestro volumen aterrizó boca abajo, con las cubiertas obstaculizando toda posibilidad de aireación.- Oh, no, sabía que no debía hacerlo.

– Caramba muchacho, lo siento.- contestó apenado aquel que decía llamarse Pedro.

– No te preocupes, voy a ver si lo arreglo.- habló un libro que no había dicho nada hasta entonces. En apenas dos movimientos secos salió de su fila y cayó golpeando en el lomo al volumen de Huckelberry Finn que salió rebotado y quedó finalmente boca arriba.

– – Oh, muchas gracias.- dijo todavía incrédulo.

– De nada, chaval, me llamo Caufield, Holden Caufield, sólo me pareció que necesitabas un poco de ayuda.

– Holden, eres un muchacho singular, hubieras hecho un gran papel en la guerra. Encantado de conocerte.-dijo Pedro- ¿Has aterrizado bien, por cierto?

– Perfectamente, aunque ha sido como tirarse desde un avión sin paracaídas.

– ¿Desde un qué? –dijo Ismael.

– Íiiiiiiiiiiih!!!! –se escuchó inesperadamente. Otro libro se dirigía al suelo, esta vez desde un estante muy alto.- Augh.- se oyó al golpear con una esquina el duro terrazo. Del tomo, que andaba ya un poco desencuadernado, se soltó una página, que acabó entre las hojas de Holden.

– ¿Cómo estás? ¿Te has hecho daño? –se sintió decir al joven-.

– Gracias, sí, me he golpeado la cabeza, pero se me pasará pronto, seguro –respondió una voz femenina y angelical.

– Espera, descansa un poco –y las páginas, un poco levantadas hasta entonces, se tendieron para que la recién llegada, reposara en ellas- ¿Estas mejor, ehhh….?

– Lolita, mi nombre es Lolita. Eres muy amable, de verdad. Um, sí, ya estoy mucho mejor. Siento la intromisión; no quería molestarte.

– No me molestas en absoluto.

Fuera, en el pasillo, se escucho el golpe seco de la puerta e instantes después comenzó a sentirse una corriente vivificadora de aire. Las hojas comentaron a agitarse e instintivamente, Caufield apretó a Lolita entre las suyas.

– ¿Pero qué ha pasado aquí? –se oyó exclamar a un gigante patoso que entró de repente en la habitación.

Se quedó mirando el desorden de libros sobre el suelo.

– ¿Me habré dejado alguna ventana abierta?… Pero, si no corre ni una pizca de aire –se agachó a recoger el primero que le vino a mano.- ¿Dónde tenía “Guerra y paz”? Bah, aquí mismo –se contestó metiendo el tomo en el hueco más cercano.

Una música maquinera comenzó a atronar desde el piso de arriba.

– ¡Ese idiota! ¡Si es que tiemblan las paredes! –recogió corriendo los otros volúmenes.- ¡Se va a enterar! – exclamó encajando sin reparar en ello la página suelta de Lolita entre el centeno. Y colocándolo, bien apretado entre los otros, en la estantería, salió dando un portazo.

El sofá

Aunque no era la idea que llevaba, acabé comprándolo. La enorme chaise longue me hizo caer en la trampa. Mientras daba mis datos a la dependienta me sentí triunfal, ufana de mi firmeza en las decisiones, de mi seguridad de carácter, de ese aplomo que todos me animaban a tener para aprobar mis inteligentes decisiones y que yo no encontraba nunca. Salí de la tienda. Camino del parking ya dudaba de la elección. Nada más llegar a casa, volví a medir el salón de mi pequeño apartamento y las manos me temblaron un poco al recoger la cinta métrica. Al día siguiente se confirmaba el error: dos operarios trajeron el sofá y ese espacio en el que el día anterior había paseado en patines, desapareció ante mis ojos, sustituido por una mancha negra que se extendía sobre el parqué como una fuga de petróleo contaminando el mar.

El más delgado dijo:
– Vaya sofá. Esto es un sofá de notario.

Aún en shock, firmé el albarán. Recogieron los embalajes y se marcharon dejándome con el nuevo inquilino, un extraño que había entrado en mi casa invitado por mí y que ahora me horrorizaba. El sofá no sólo era grande. Era feo. Horriblemente feo. Ahora lo veía. Me parecía pesado, insufrible. Al mirarlo me sentía asfixiada dentro de un traje de raya diplomática de lana, chaleco incluido, en pleno verano; una pajarita cerrando una camisa bien abotonada y zapatones en los pies. Cuando empecé a notar el olor a puro, salí de la habitación.

Entregué el salón al nuevo ocupante. De vez en cuando, entraba y el pánico volvía a asaltarme. ¿Cómo podía ser que llegase prevenida contra él y aún así conseguía asustarme cada vez más con su aspecto? No podía enfrentarme a su presencia, era como tener en casa una familia de osos amontonados en plena hibernación, y vivía refugiada en mi exiguo dormitorio. En un año, intentaría venderlo, al precio que fuera, y me libraría de él. Antes, sería demasiado irracional ante mis conocidos, y yo había anunciado a todos muy contenta que me compraba sofá, después de meditarlo mucho. No podía arriesgarme a sus preguntas, a su preocupación sobre mí quebradiza voluntad; ya había suficiente desasosiego en mi vida.

Pero no es fácil prescindir de una habitación en un piso donde solo existen dos. Hubo un momento en que el hartazgo superó al miedo y comencé a rumiar una estrategia. Sin muchas esperanzas, la mía era una lucha como la de David y Goliat, y no olvidaba que aquello fue solo una leyenda. No obstante, armé como pude un plan: un día entré de improviso, lo sumergí en cojines claros y lancé una manta inmaculadamente blanca por encima de él. Me pareció derramar leche condensada sobre una tableta de chocolate y, de repente, me apeteció probarlo. Tumbada sobre esa chaise longue fastuosa, la culpable de que mi sofá fuese un transatlántico, miré alrededor y mi salón me pareció grande y espléndido. Sobre el amoroso tacto de su piel, en un espacio que hora me parecia la explanada de los Inválidos, hora la Plaza Roja, hora el aeropuerto de Templehoff sin aviones, se sentí la dueña, no solo de un increíble sofá, sino, por primera vez en la vida, de mi destinos. Era Cleopatra dominando a Marco Antonio, a todo el Imperio Romano, y a todas las especies de serpientes.

En mi empresa me acogí a la fórmula del teletrabajo y comencé a desarrollar sobre mi chaise longue mi jornada laboral. Desde mi ordenador o a través del smartphone conseguía los contratos más suculentos en las condiciones más ventajosas. Estudiaba informes y redactaba propuestas; hacia las llamadas necesarias; tomaba decisiones, imponía plazos… Nadie podía revelarse a mi autoridad, dictada desde el muelle asiento de mi sofa, ese sofá que era mi trono.

Sólo acudía a la empresa a firmar los contratos de ascenso, hasta que decidí crear mi propia compañía. Fue un éxito desde el principio. En esta chaise longue diseñé nuestra salida a bolsa y la compra de todos mis competidores, empezando por la firma en la que estuve empleada. No lo hice por rencor, al contrario, los salvé de la debacle, pues sin mí iban en picado hacia la ruina.

Hace tiempo que me suplican que me presente a la presidencia de la nación, pero es imposible: me obligan a ir al despacho oval. Aunque, por curiosidad, he pedido las medidas.

‘Cómplices’

Peyrotau & Sediles tienen exposición en Zaragoza. Como siempre que estos artistas aragoneses traen su obra, yo corro a verla. La muestra, que lleva el titulo de ‘Cómplices’, permanecerá hasta el 31 de agosto en el Museo Camón Aznar. La exposición reúne creaciones nuevas junto a trabajos anteriores.
‘La leyenda de Ausare’ es una de las obra nuevas de esta exposición. Colocada a la entrada de la sala, define el elemento central de la exposición: la mirada. Tres fotos de un personaje que, como es habitual en esta pareja de creadores, admiten muchas visiones. No tengo claro si estamos ante una geisha o ante un samurai. El conjunto muestra el triple consejo de la historia del mono, ese que recomendaba no oír, no hablar y no ver. Sin embargo Ausare se rebela y mira, y con su gesto defiende ese no apartar la mirada, dejar que entre por nuestros ojos todo lo que aparezca delante de ellos.

La mirada sin duda es fundamental en un fotógrafo, pero estos dos artistas crean toda una historia en cada obra, los significados se superponen y crean niveles de lectura, que se muestran al concentrar la mirada, como los tonos del negro en las obras de la serie ‘Metus’, en la que el espectador no puede sino preguntarse ¿pero cuántos negros hay dentro del color negro? Todos los que captura “la pericia fotográfica de Peyrotau”, Sediles dixit.

Ausare ya apareció en esta serie ‘Metus’ (muerte, en latín, que, como todo no puede explicarse sin su contrario, la vida, que también aparece en la misma serie). En ‘Metus’ Ausare sostenía la cabeza y la espina de una carpa, escenificando la leyenda japonesa de la carpa que, con su empeño, consiguió remontar la corriente y ser dragón. Ausare, como se ve, es una inconformista.

Peyrotau y Sediles trabajan también sus obras en formato de vídeo, (esta ha sido la primera ocasión en que este soporte se expone en el Camón Azar, la segunda vez que hay una exposición fotográfica y, a sus poco más de treinta años, Peyrotay y Sedlies son de largo los artistas más jóvenes en exponer su obra en este museo de Ibercaja). También en sus video creaciones se fijan en la mirada. Allí está “Nacht Träne”, la obra con la que lograron el segundo premio en la Muestra de Arte Joven de Aragón poco después del 2000. En una pantalla más grande que cuando se exhibió en aquella ocasión en el Pablo Serrano (mucho antes de su reforma), “Nacht Träne” sigue impactando como entonces. Durante varios minutos, un ojo mira en la oscuridad. Su imagen llena la pantalla, no hay nada más. La pupila se mueve inquieta, probablemente asustada, y mientras la observo me produce un efecto de alienación de la realidad como cuando nos miramos mucho rato en el espejo y acabamos por no reconocer nuestra cara. Ver solo el ojo da la impresión de encontrarnos antes un ser vivo independiente, una suerte de animal extraño, que se agita intranquilo. En un momento dado, una lágrima surge de la pupila y de repente, el ojo vuelve a parecer humano. Me hace pensar si es que el dolor nos humaniza, si el sufrimiento ajeno nos une a nuestros congéneres, y convierte a un enemigo en un hermano.

Hay más vídeos de imágenes perturbadoras, tan cautivadoras como inquietantes: “Fatalité”, “Black Rain Blues”… En la exposición también aparecen modernos rapsodas, féminas tatuadas, el elixir de la vida, más real de lo que nadie pudiera pensar… Parece increible que los grandes temas: la vida, la muerte, el olvido, el regreso, la rebelión humana… que han sido tratados por los filósofos y poetas desde los tiempos clásicos, tengan tantas ganas de que Peyrotau y Sediles los aborden ¿Cómo si no se explica que cuando van a Galicia con la misión de encontrar la huella de Aragón se topen en la playa con un zaragozano junto a su bebé gallego o que cuando estén con una serie sobre la vida los visite un amigo acaba de volver, como quien dice, del más allá?

A mí, que tengo poco ojo para la fotografía, me ocurre un fenómeno singular, que sin duda no nace de mí, sino de la fuerza de las fotos de Aranzazu Peyrotau. Arantxa, que ha sido fotógrafa de prensa, trabajó en el mismo periódico que yo y sus instantáneas siguen en el archivo informatizado, junto a otros cientos de miles de fotos. Cuando buceo en ese thesaurus inmenso a la busca de la imagen necesaria para alguna información, entre la treintena de diapositivas que aparecen por pantalla a un tamaño minúsculo, mi negado ojo fotográfico sabe identificar al vuelo una foto de Arantxa. Así es, los grandes artistas consiguen estos milagros, hasta hacen ver a los ciegos.